¿Pueden las organizaciones aprender?

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Javier Martínez Aldanondo,
Gerente de Gestión del Conocimiento de Catenaria
jmartinez@catenaria.cl

“Si Hewlett Packard supiera lo que sabe, seríamos 3 veces más productivos” Lew Platt, ex Gerente General de Hewlett Packard.

La respuesta a la pregunta que da título a este artículo es: Sí, las organizaciones pueden aprender. Es innegable que esa posibilidad existe, las organizaciones tienen la capacidad de aprender y dado que muchas sobreviven y progresan, significa que algo aprenden. Sin embargo, en la amplia mayoría de los casos que conozco, sus procesos de aprendizaje son altamente ineficientes y, por supuesto, mucho menos efectivos que los de las personas que las componen. En términos automovilísticos, las instituciones rinden menos kilómetros por litro de los que deberían. Se cumple a rajatabla la afirmación “el todo es menos que la suma de las partes” lo que es curioso, ya que las organizaciones están formadas precisamente por personas. Para que una organización aprenda, es imprescindible que lo hagan sus miembros pero que estos aprendan no implica automáticamente que la organización aprenda. Las personas contamos con procesos de aprendizaje naturales que operan de forma inconsciente, las organizaciones no.

Sostengo que las organizaciones necesitan ser más inteligentes para obtener mejores resultados. Si no eres inteligente, significa no haces uso del conocimiento que tienes ni tampoco eres hábil para sistematizar lo nuevo que te sucede. La definición de inteligencia que propuse establecía que las organizaciones requieren ser mucho más hábiles a la hora de aprender. Hoy sabemos algo más acerca de cómo aprenden las personas aunque el sistema educativo se empeña en hacernos creer otra cosa: Aprender es acumular experiencia reutilizable en el futuro. Dado que cualquier organización está repleta de experiencias cuyo número se incrementa cada día, el asunto se complica cuando nos formulamos algunas preguntas muy simples:¿Cómo aprenden las empresas? ¿Aprenden también acumulando experiencias al igual que las personas? ¿Cómo las acumulan? ¿Dónde? ¿Quién las tiene? ¿Cómo se garantizan que reutilizarán esas experiencias en el futuro cuando las necesiten?

Si al final de un día de trabajo, me dirijo a cualquier organización y le pregunto: ¿Qué has aprendido hoy?, esa pregunta queda sin respuesta ya que no hay ningún interlocutor con capacidad para entregarme esa información. Por el contrario, es más fácil que me digan qué necesitan aprender. Si quiero saber qué se aprendió, tendría que ir preguntando a cada persona, una por una, para averiguar qué aprendió durante esa jornada laboral. Con el agravante de que ese aprendizaje pertenece a la persona pero no ha sido asimilado por la organización que es incapaz de ofrecerme a mí, al día siguiente, lo que le pasó a cualquier otro empleado el día anterior para evitar que yo cometa el mismo error o para garantizar que yo apliqué la estrategia que asegure los mejores resultados. Preguntarse a uno mismo ¿Qué he aprendido hoy? sin que resulte obvio, conduce en breve tiempo a respuestas concretas y a la seguridad de que seremos capaces de reutilizarlo en el futuro. A fin de cuentas, somos lo que hemos aprendido.

Hace ya bastante tiempo que puedo constatar 2 realidades irrefutables:

  1. Cuando pregunto ¿cuál es la principal falencia que detectas en tu organización?, una aplastante mayoría de personas responde: ausencia de trabajo en equipo, falta de coordinación y comunicación, carencia de una visión común, trabajo en silos, la información no fluye ni se comparte…
     
  2. En la encuesta realizada sobre las 3 competencias que os gustaría que vuestro hijo dominase al salir del colegio, la respuesta más votada fue trabajo en equipo…

No se trata de una casualidad que los integrantes de todo tipo de organizaciones, públicas o privadas, coincidan en la importancia de la colaboración y denuncien que el aprendizaje organizacional es primordial pero simplemente no ocurre. La mayoría de personas que leen esta columna trabaja, o ha trabajado en algún momento, en alguna organización, por tanto no me estoy refiriendo a un aspecto desconocido. No es en absoluto descabellado afirmar que la razón fundamental por la que las organizaciones son tan torpes a la hora de aprender es porque no tienen memoria. Para aprender, necesitas recordar y para ello, necesitas tener una memoria que se ocupa de ejecutar 2 funciones esenciales: Te trae el conocimiento que ya tienes cuando lo necesitas (gestión del conocimiento) y registra todo lo nuevo que sucede y lo incorpora a la memoria (aprendizaje). ¿Dónde está la memoria de una organización? Al igual que el cerebro está compuesto por multitud de neuronas, una organización se compone de individuos y su potencia no radica en la suma de esos componentes sino en las sinapsis, es decir, en las relaciones que los individuos construyen entre sí. El problema es que cuando examinamos una organización, la realidad nos indica casi siempre que la cantidad y la calidad de conexiones existentes entre sus miembros es muy poco densa y tremendamente débil, al contrario de lo que sucede con el cerebro humano. No que el todo no sea más que la suma de las partes sino que es incluso menos que esa suma. Durante el mundial de futbol de Sudáfrica, fue sencillo comprobar cómo equipos como Chile ó Uruguay, con talentos individuales de menor rango y reconocimiento internacional que otros países como  Francia, Inglaterra o Italia, alcanzaban un rendimiento indudablemente superior. De hecho, no tengo duda alguna de que el mismo plantel de jugadores chilenos, con otro entrenador distinto de Marcelo Bielsa, jamás hubiese obtenido ese desempeño. Lo que Bielsa realmente aportó fue un conocimiento valiosísimo en forma de liderazgo, metodologías de trabajo, sistemas de juego, actitud, reglas de comportamiento… en definitiva, construyó una densidad de sinapsis entre los jugadores enormemente sólida. Roger Schank refleja esta realidad de una forma muy gráfica con la metáfora del pulpo:

Imagina un pulpo con 8 tentáculos. Ahora pregúntate si cada tentáculo sabe lo que está haciendo el otro. Imaginamos que el pulpo sabe lo que hace cada brazo y por tanto no pone a 2 tentáculos diferentes a hacer la misma tarea ni se dedica a observar como 2 tentáculos luchan entre sí para determinar cuál de ellos capturará al erizo de mar que persigue para alimentarse. Asumimos que el pulpo tiene un cerebro que funciona como una unidad central, que absorbe la experiencia de todos los tentáculos y hace seguimiento de los objetivos que estos persiguen. Si el tentáculo número 2 tiene un problema, se preocupa de informar al número 8 para que le ayude. Si el tentáculo número 4 ha descubierto una solución inteligente para su problema, se cerciora de que todos los tentáculos reciban una alerta y actualicen su comportamiento. No permite que los tentáculos 3 y 6  hagan lo mismo al mismo tiempo sino que coordina sus acciones para que cuando el tentáculo 3 termine con un trabajo, el 6 pueda comenzar el próximo trabajo en el mismo espacio y de inmediato. No le gustaría que el tentáculo número 5 negociase un acuerdo cuando el tentáculo 7 no tiene los productos para entregar y el número 1 ni siquiera está listo para comenzar a producir.

El pulpo resuelve adecuadamente todos esos desafíos porque tiene un solo cerebro. Pero imagínate si tuviera 8 cerebros, uno para cada tentáculo. En ese caso, el problema sería verdaderamente grave. Esto es exactamente lo que pasa en las organizaciones. Cada área tiene su propio cerebro, su responsable con sus propios objetivos y prioridades, se siente dueño de sus recursos y por tanto, trabaja de forma bastante aislada del resto, generando lo que ya todos conocemos: espacios vacíos, errores repetidos, duplicidades, descoordinaciones, en definitiva, graves ineficiencias y perdida de dinero. ¿Te imaginas si cada uno de los órganos de nuestro cuerpo decidiese actuar de forma independiente?  Para poder operar adecuadamente, las organizaciones necesitan contar con una memoria central que se nutra de tantas fuentes de experiencia como tentáculos existen, quienes a su vez se preocupan siempre de actualizar la biblioteca de casos de esa unidad central. De esa forma, cuando el tentáculo 2 persiga un objetivo concreto, podrá utilizar la experiencia del número 7 a pesar de que nunca había oído hablar de esa experiencia antes. Y, de nuevo, esa memoria central sabrá qué está haciendo el tentáculo 3 y cuando permitir al 6 entrar en acción.

Es evidente que para alcanzar los resultados que desea, cumplir con su estrategia y sus planes, toda organización necesita aprender y para ello es imperioso que cuente con un cerebro. La primera de las funciones de ese cerebro (proveer el conocimiento que cualquier empleado necesita en el momento que lo necesita) ya fue abordado en la columna anterior. Veamos ahora qué debería ocurrir para garantizar que cada detalle que acontece, sea analizado y registrado para su sistematización y uso posterior de forma que la organización pueda continuar innovando y seguir siendo competitiva.

Para acumular todo lo aprendido a lo largo y ancho de la organización, el músculo cerebral debe ejecutar una acción que, por desgracia, generalmente brilla por su ausencia: La reflexión. Las organizaciones viven tan absorbidas en su obsesión por la ejecución, por los resultados, tan orientadas a la acción que apenas se permiten tiempo para reflexionar y para planificar. La misión del cerebro, por tanto, consiste en ejecutar constantemente 4 pasos cruciales:

  1. Revisar lo que tenía que haber pasado
  2. Compararlo con lo que realmente pasó
  3. Concluir porqué existieron diferencias
  4. Determinar qué se hará diferente la próxima vez.

Posteriormente, deberá decidir dónde y cómo almacenar cada aprendizaje, a quien le puede resultar útil para evitar cometer errores conocidos o reinventar ruedas y sobre todo, cómo hacérselo llegar cuando lo necesite, dando inicio y alimentando el círculo virtuoso.

Lamentablemente, cuando cualquier persona tiene un problema con el que no es capaz de lidiar, demasiadas veces no tiene a quien dirigirse para solucionarlo. Si grita desesperadamente “socorro, ¿alguien que sepa esto me puede ayudar con esta tarea?”, su súplica resuena en el vacío sin obtener una respuesta. Una de las principales razones por la que las empresas son ineficientes perdiendo mucho dinero, es debido a problemas reflejados en la metáfora del pulpo: su segmentación, donde los integrantes de un área no tienen mucha idea de lo que hacen los de la otra. Este aislamiento provoca falta de coordinación y de alineamiento, deficiente comunicación, genera duplicidades, lleva a repetir errores conocidos, etc. Todos estos incidentes ocurren por carecer de un órgano responsable de anticipar y predecir lo que sucederá y ofrecer apoyo. El proceso de acumular las experiencias que ocurren a diario para su uso futuro, no forma parte de la descripción de cargo de ningún empleado ni de ningún área de la organización. A casi nadie le pagan por lo mucho que aprende ni tampoco por ayudar a que otros aprendan. La labor de proveer a quienes están en las “trincheras” de todos los insumos que necesitan, incluso antes de que lo soliciten, no está en manos de nadie. La oferta que ese órgano cerebral haga a cualquier miembro de una institución debe sonar parecida a esto:

“Cuando necesites cualquier cosa para llevar adelante tu trabajo, pregúntame a mí, yo sé dónde encontrarlo, sé quién lo sabe y es misión mía proveértelo, tú no te preocupes, no desvíes tu atención de lo que es realmente rentable ni te ocupes de labores secundarias” Esto se llama gestionar el conocimiento de la organización.
“No pierdas el tiempo en sistematizar lo que está pasando cada día, yo me ocupo de hacerlo, de registrar lo que funciona y lo que no funciona y por qué y, dado que lo hago a nivel de toda la organización y conozco las necesidades de cada área, soy capaz de discriminar a quien le puede resultar útil y hacérselo llegar cuando lo requiera”. Esto se llama aprender continuamente.

A pesar de lo evidente que resulta esa necesidad, la situación se ha ido volviendo cada día más insostenible hasta resultar casi dramática. Lo que las personas resuelven automáticamente y sin esfuerzo, se convierte en un problema casi irresoluble para las empresas. Los integrantes de cualquier organización confiesan que, para lograr los resultados comprometidos, se las tienen que arreglar con lo que pueden (que por regla general es su propio conocimiento individual y el acceso que fortuitamente tengan a la red de personas que conozcan). Saben perfectamente que no tienen acceso al enorme capital que su institución va construyendo cada día porque su empresa carece de memoria y, al igual que en la conocida película de Bill Murray (El día de la marmota), muchas veces tienen que empezar desde cero como si las cosas no se hubiesen hecho nunca antes. En efecto, existen manuales, hay procedimientos, contamos con sistemas, pero aprender tiene que ver con lidiar con cosas nuevas y la mayor parte de lo que ocurre a diario no se sistematiza. Lo que por fortuna se registra, se explota muy poco. Ese vacío, dilapidar ese impresionante activo intangible es simplemente imperdonable, es igual que saber que atesoras un montón de dinero pero desconoces donde lo tienes guardado y por tanto, no puedes invertirlo en ningún lado. Pero lo más sorprendente de todo es que no es necesario hacer una gran inversión en ese conocimiento puesto que ya existe al interior de la empresa, ya que es el principal responsable de los resultados del negocio. Sólo hay que contar con un modelo que permita identificarlo para luego explotarlo en toda su magnitud. Eso sí, como veremos en una columna posterior, el conocimiento tiende permanentemente a abandonar las organizaciones y estas todavía cuentan con estrategias muy endebles para anticipar esa sangría y tratar de retenerlo.

¿Porque es importante que las organizaciones aprendan? Es obvio que en un contexto de cambio vertiginoso, el aprendizaje debe ser también vertiginoso bajo riesgo de quedar fuera de juego y desaparecer. Aunque aprender es una habilidad decisiva, no existe hoy ningún responsable de garantizar el aprendizaje organizacional. No me cabe absolutamente ninguna duda de que el futuro pertenecerá a aquellas organizaciones que desarrollen de forma rápida y exhaustiva, estrategias para crear ese músculo cerebral, lo que resulta un apasionante desafío. ¿Quién se hará cargo de esa labor? ¿Qué forma tendrá ese cerebro? ¿Qué papel jugará la tecnología? Es necesario reconocer que para desarrollar este cerebro, necesitamos al mismo tiempo un nuevo tipo de organizaciones ya que resulta  evidente que las que tenemos a día de hoy, simplemente son incapaces de responder a requerimientos para las que no fueron diseñadas.
 

 

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